jueves, 2 de abril de 2015

Óptica Ciudadana Urgencias

Urgencias


Teotihuacan en línea. Artículo de José Luís Hernández Jiménez. Viernes por la noche. Suena el teléfono. Al descolgar se escucha angustiada una voz: “no sé qué le sucede, pero se puso muy mal de salud”. De inmediato se hacen consultas con un médico amigo. Él recomienda: “¡Llévenla a un hospital de inmediato! Y de paso, vas a conocer la realidad de los servicios de salud”. Y de inmediato es ¡ya!
A las 22:30 horas con ella ya está apersonada otra amiga, médico también. Mide temperatura, presión de la afectada. Se nota que ya no mueve medio cuerpo y su habla es atropellada. Más allá de los ayes de dolor, nada se le entiende. “Sí, lo mejor es llevarla a un hospital. De preferencia al General o al G. A. González o Xoco, que es en donde tienen la suficiente instalación para estos casos”, comenta la profesional. El calvario de la afectada, iniciado una hora antes, ahora se redobla, pues hay que trasladarla…como se pueda. Cuatro, seis brazos, no se son suficientes para tal tarea. Es como si su cuerpo multiplicara su peso. Recorrer unos treinta metros en tal situación, incluyendo la bajada por las escalinatas de un primer piso, semeja ir de rodillas por un largo kilómetro empedrado. Subirla a un vehículo se convierte en otra hazaña.
A las 23 horas, aparece a la vista una ventaja para tal situación: el tráfico de la gran Ciudad de México amaina a esas horas de la noche. Recorrer la distancia de Iztapalapa, demarcación periférica de la capital, hasta el Hospital General, en la colonia de los Doctores, unos 30 kilómetros, nos lleva… ¡45 minutos!
Llegamos. A un costado del Hospital General, casi frente a la estación del Metro del mismo nombre, se nota un letrero luminoso: “Urgencias”. 
A la media noche logramos que reciban a la paciente. Bajarla del vehículo, subir unos cuantos escalones, transitar la sala de recepción y arribar a la de espera de los pacientes, es una travesía bastante pesada. “¡Siéntenla ahí!”, ordena alguien. Es una de cincuenta o sesenta, sillas metálicas, incómodas por lo resbalosas de su material, aluminio, casi todas ocupadas por enfermos de algo, heridos, dolientes, sangrantes, jóvenes, adultos, ancianos, mujeres, niños, sedados, tristes, preocupados, serios, dormidos, vendados, enyesados. Algunos más yacen sobre camillas o camillas improvisadas. Algunos de plano gritan. Más dolientes llegan a cada rato.
Interceptamos a una enfermera: “Perdone, señorita, ¿podrían atender a la señora? Al parecer le ha dado una embolia”. Se nos queda mirando. Barre con su mirada a nuestra enferma. Dice: “permítame un momento”. Da media vuelta y se retira. Quince o veinte minutos después, regresa acompañada de una niña con uniforme de enfermera. “Ella es la doctora” nos dice la primera enfermera, y se retira. La doctora niña, se acerca y pregunta a la enferma: “¿Cómo se llama, cuántos años tiene, levante esta mano, la otra y…” Voltea a mirarnos y dice amable: “Sí, es eso que ustedes dicen. Ahorita la atendemos”. Se va. Y el “ahorita” se convierte en una, dos, tres horas. Al sitio llegan mas heridos, enfermos, sangrados,…y se satura.
Buscamos a la niña doctora que resulta ser la jefa de los médicos de guardia. Afable, nos aclara que “espera que haya una cama para internar a nuestra paciente, en un lapso que puede ser dentro de ¡24 horas!” Y que luego se le haría una tomografía para poder dar un diagnóstico preciso. ¿24 horas? ¿Es que aquí no es urgencias?, preguntamos. Las tomografías son caras, nos aclara; Mil, mil quinientos pesos. ¿Y si la conseguimos fuera? Es más cara. ¿Ayudaría tenerla ya? Sí, mientras mas pronto, mejor.

Son las 4 de la mañana. Investigamos y…hay una opción. Es un hospital privado. Se encuentra atrás del Word Trade Center, en la colonia Polanco. Ya no hay tráfico. Vamos. En veinte minutos hemos llegado. Dicho lugar contrasta con lo vivido minutos antes. Se trata de un sitio limpio, amplio, con instalaciones de primer mundo, personal más que amable, con equipo cibernético. De inmediato proporcionan una silla de ruedas, para conducirla y colocarla en el “tomógrafo”. Veinte minutos después, luego de oneroso, muy oneroso, pago, entregan la tomografía. Nos aclaran que la paciente no se puede quedar, pues es un hospital pediátrico. Así que vamos de regreso, a toda velocidad, a “Urgencias” del Hospital General.
Llegamos a las 5 de la mañana. Ya no hay cupo. ¿De dónde sale tanto paciente? Y todos en espera de una cama y de un médico, que inicie el tratamiento respectivo. Luego de que la niña doctora jefa de guardia mira la placa que le mostramos, insiste: “ahora falta que haya una cama. Ya saben, en unas 24 horas. No se desesperen”.
Pero sí lo hacemos. Llamamos al medico amigo (Alfredo Rustrián Azamar). Por el teléfono nos responde sorprendido: “¿Cómo que no la han atendido? ¡Aunque sea en el pasillo, debieron hacerlo! ¡Vayan de volada al hospital de Neurología!”
Luego de atravesar media ciudad, hacia el sur, pues dicho nosocomio está rumbo a la salida a Cuernavaca, arribamos al mismo, cuando ya amaneció. Y sí, la atienden pronto, pues en esta área de “Urgencias”, hay pocas personas. Estudian la placa y dicen su diagnóstico: “son tres infartos al cerebro, pero a pesar de que han perdido muchas horas, pues esto debe atenderse rápido, hay esperanzas”. Nos entregan un oficio para que la atiendan de inmediato… en ¡el Hospital General Regional de Iztapalapa!
Ahora la prisa también es por ganarle al tráfico. Hay que recorrer otros 30 km, hacia el extremo oriente de la ciudad, hasta enfilarnos casi en la salida a Puebla.
Arribamos a la colonia Sierra del Valle, frente a unas instalaciones de IPN, donde está el hospital. Son las 10 de la mañana del domingo 22 de marzo. Frente a la entrada hay una multitud. En la sala de espera de “Urgencias” hay otra multitud. Llenamos el formato. Entramos. Y en el área de “Urgencias”, hay… ¡otra multitud más!, pero de puros pacientes, distribuidos en ¿treinta? camas, y otros muchos en pleno piso. Tenemos “suerte”, pues las enfermeras nos prestan una silla de ruedas. Pero para nuestra paciente ello resulta una tortura de varias horas, ya que le asignan cama hasta ¡las 18 horas de ese mismo domingo! En esas 8 horas, nos las ingeniamos, rotándonos lapsos pues solo una persona pueda acompañarla, para mantenerla en diversas posiciones, ya que no soporta estar mucho tiempo sentada. Al último también optamos por recostarla en el suelo, en unos cartones, en una colchoneta.
Luego de recostarla en su cama asignada y vestirla solamente con una bata, le colocan una sonda, le dan una pastilla. La enfermera informa: “Desde este momento y mientras esté aquí en “Urgencias”, una persona debe estar en la sala de espera, al pendiente para lo que se pueda requerir, las 24 horas del día, ¿está claro? Cuando avisemos, esa persona podrá entrar una hora”. Nos miramos. Todos somos personas con agenda llena. Dado que mis carnales (y carnalas) son muy debiluchos, ya ven cómo son los jóvenes de ahora, me apunto. Soy el más anciano, así que me toca estar al pendiente la primera noche. Otro familiar me suplirá a las 8 de la mañana del lunes.
Pero en la sala de espera no cabe nadie más. Así que me toca en la calle, con la otra multitud. Es obvio pero resulta que hay puras caras tristes, llorosas, preocupadas. Noto que durante toda la noche, cada ¿cinco minutos?, arriba un nuevo paciente de “Urgencias”. De ambulancias del GDF, particulares, del ERUM, de autos particulares, de taxis, y hasta de motocicletas, bajan a heridos, dolientes, en muletas, en sillas de ruedas, sangrantes unos, enyesados otros, vendados otros mas. Llegan muchos, cien en una sola noche, quizá. A muy pocos no los admiten. Están graves “pero no tan graves”. El personal médico corre de un sitio a otro. Me dicen que así es casi diario.
Afuera permanecen dos curiosidades. A un lado de la entrada de “Urgencias” están, mariguanas y alcohólicas, unas veinte personas de diversas edades y sexos. Acampan incluso en tiendas de campaña y de cartón. Cantan, gritan, bailan, duermen. Me aclara el policía que se trata de los vecinos, que “son pacíficos” y que no hay problema con ellos. Y al otro lado, aparecen pregoneros de “Cristo”. No son de alguna religión, aclaran. Así, toda la noche, en medio de esa multitud.
A las 3 de la mañana, el personal indica que podremos entrar un rato a ver a nuestro paciente. Se me doblan las piernas ante ese espacio que parece del purgatorio, o semeja la escena de un hospital en tiempos de guerra. Está saturado de pacientes y pacientas. ¿Qué pecado o delito habrán cometido? ¿O somos nosotros, los familiares de tanto paciente postrado aquí en “Urgencias”, los que fallamos?, me pregunto.
Miro a mi alrededor, son treinta y tantas camas, todas ocupadas: En una de esas está mi madre, una muchacha de 82 años, que es la persona de quien les he estado hablando mis estimados, postrada en ese catre hospitalario, profundamente dormida. Sus pies están al aire. Recuerdo una terapia intensiva. Así que doy leve masaje en sus plantas, untando un linimento herbolario y leves toquecitos con las yemas de mis dedos, en su cráneo. De repente empieza a mover ambos pies, y a encoger una pierna. Oigo a mi espalda una voz enérgica que me pregunta: “¿Cómo hizo eso? No se había movido”. Es la enfermera. Le digo que me convertí en delfín para ayudar a mi paciente. Solo me mira. Quizá no sabe, aunque debía saberlo, que en las plantas de los pies tenemos terminaciones nerviosas, conectadas a todos los órganos del cuerpo. Masajear las plantas de los pies, es masajear a dichos órganos. Y los golpecitos en el cráneo pueden ser útiles para estimular las señales cerebrales. Elemental, mi estimada enfermera.
Amanece. Ya es lunes 23 de marzo. Pronto una de mis carnalas me suple en el turno de la mañana. Otra vendrá por la tarde, y así hasta no se cuándo.
Durante el resto del día, abro mis sentidos para conocer más del funcionamiento de “Urgencias” y, en general, de los hospitales públicos. Creo que les hacen falta más recursos de todo tipo. Están totalmente rebasados por la realidad.
Dice el INEGI que las familias mexicanas gastamos al año, 403 mil millones de pesos en medicinas y, en general, en recuperar nuestra salud. Veo las cuentas de los bancos que reportan ganancias, solo por intereses al año, 457 mil millones de pesos. Miro el gasto que los Partidos registrados tienen para este año. Es de 5 mil 356 millones de pesos. Mmmh, está muy mal repartido el dinero. ¿Podrían quitarles un poco a bancos y Partidos y dárselo a los hospitales públicos, por lo menos para “Urgencias”?                                                 
Notitas: Hoy no hay pues se acabó el espacio, ya no carburo pues aún tengo sueño. ¿Va, estimados lectores? Disculpas

1 comentario:

Mercedes Aguilar dijo...

Espero pronta mejora a su señora madre soy fan de sus artículos